Un cuarto de siglo con el escritor
Por Dany Gómez
Tengo la sospecha de que todo este asunto comenzó hace 26 años. En 1976 yo estaba en segundo año de la secundaria, en la Escuela Nacional de Comercio, de Formosa; y, por supuesto, teníamos una profesora de Castellano. A esta mujer –Nélida– la recuerdo vagamente. Uno de los pocos libros que se leyó –es un decir– ese año en clase fue la novela El túnel, de Ernesto Sabato. Hoy, que ya tengo 39 años, recuerdo eso casi con dolor, dolor por no haber atendido esas clases. Supongo que habrían sido buenas exposiciones, y honesta y dolorosamente creo que esta mujer habría sido una buena, y tal vez heroica docente. Pero no le hicimos caso.
El aquelarre, el jolgorio adolescente es lo que manda a esa edad. En esa época me perdí una enorme posibilidad: la de, siendo todavía un niño, leer a Sabato en una lectura guiada y comentada. Recuerdo difusamente que en clase se analizó la obra, sus personajes, los escenarios, la historia; y debíamos tomar nota para luego darle forma de trabajo presentable. En fin, todo ese periplo obligatorio. Recuerdo muy poco, pero cuánto lo lamento.
Años más tarde vino al fin la redención, con la aparición del resto de sus obras. Me sentía muy a gusto entre sus personajes, lugares y altas torres. Buscando algo de emoción aprendí, con un gusto y una total perseverancia, a moverme en el universo sabatiano y por momentos me sentía enredado o, mejor dicho, estaba enredado, en sus encrucijadas y depresiones, como en una prisión agradable. No soy crítico literario, sólo un lector apasionado. De uno de sus ensayos recibí esto con candorosa carcajada:
Pero es que también en la calle hay retórica, y la peor. Una retórica que se adquiere leyendo la mala literatura de las radionovelas y las crónicas deportivas o policiales de los diarios; allí donde se lee equino en lugar de caballo y precipitación fluvial en lugar de lluvia… Porque ha sido siempre rasgo característico de una mala educación la idea de que el estilo consiste en emplear palabras grandiosas para reemplazar las modestas palabras que empleamos todos los días… De modo que el pueblo, sobre todo el de hoy, acondicionado monstruosamente por esos instrumentos masivos y centralizados, no es esa fresca y virginal fuente de toda sabiduría y de toda belleza que imaginan ciertos estéticos del populismo, sino el alumnado de una pésima universidad, envenenado por un cine para oficinistas y una retórica para chicas semianalfabetas y cursis.
Pero eso no es todo. En medio del zafarrancho de naufragio aparece flotando algo para que uno se aferre. Y encontré otro mensaje de esperanza, esta vez con la potencia de un martillazo, demoledor:
Acaso el pueblo, tal como existía en las primitivas comunidades, tenía un sentido profundo y verdadero del amor y la muerte, de la piedad y el heroísmo. Ese sentido profundo y verdadero que se manifestaba en la mitología, en sus cuentos folklóricos y leyendas, en la alfarería y en las danzas rituales. Cuando el pueblo estaba aún entrañablemente unido a los hechos esenciales de la existencia: al nacimiento y la muerte, a la salida y puesta del sol, a las cosechas y al comienzo de la adolescencia, al sexo y el sueño. Pero ahora ¿cómo puede tomárselo como piedra de toque de un arte genuino cuando está falsificado, cosificado y corrompido por la peor literatura y por un arte de bazar barato? Basta comparar la vulgaridad de cualquier estatuita fabricada en serie para el adorno del hogar o para una iglesia contemporánea con un icono popular o un fetiche africano para advertir el enorme foso que se ha abierto entre el pueblo y la belleza. En la tribu más salvaje del Amazonas o del África Central no encontraremos jamás la vulgaridad ni en sus potiches ni en sus vasijas ni en sus trajes que hoy nos rodean por todos lados.
A su particular manera mucho nos muestra acerca del mundo, y no se puede avanzar antes de que la atención de uno se sacuda y suelte sonoras risas. ¿Risas?, mirá esto:
Confucio no apreciaba el arte sino por los servicios que podía prestar al Estado. Platón no admite más que los poemas en honor de los próceres y dioses, y en las Leyes prohíbe todo arte que no sea útil a la república… los progresistas del mundo entero exigen que la creación artística esté al servicio del desarrollo y mejoramiento de la humanidad, llegando a proclamar los nihilistas rusos que un par de botas es más útil que todo Shakespeare. Graham Greene dice que la benevolencia del Estado, su interés por el arte, es más peligrosa que su indiferencia. Y advierte que ese peligro no sólo existe en los estados totalitarios, pues también los estados meramente burgueses ofrecen dádivas a los artistas que pronto obligan a pagarlas. En esa opinión de Greene, que me parece irrefutable, el escritor debe mantener su “deslealtad”, que no es otra cosa que su derecho a decir siempre la verdad, contra toda supeditación política, moral o ideológica.
Claro que fue acusado o calificado de oscurantista, reaccionario, atrasado, ignorante, subdesarrollado, bárbaro, negro e integrante del Tercer Mundo y vaya uno a saber cuántas virtudes más le encontraron, sobre todo en Argentina. Sucedía lo de siempre: miles de personas lo recibían con honores en otros países, a la vez que miles de personas aplaudían cuando se iba, hecho motivado por el sacrilegio que su presencia suponía. Pero como la ley –mal traducida y peor interpretada– dice que las ideas no se matan, su acción era de amplio espectro. No hay tema que no haya sido tratado por él. A veces una profunda crítica social, literaria o de arte; otras le saca el jugo a las preguntas, grandes, sencillas y comunes de todo ser humano.
La novela
Cómo permanecer quieto frente a su descomunal y feroz pero contundente cinismo. Arteros disparos salen de las páginas de su monumental novela Sobre héroes y tumbas; y dentro de ella un relato calificado como el más grande de su genio: El informe sobre ciegos.
Por momentos es la angustia más profunda ante la omnipresencia de Un Dios desconocido, otras veces el delirio se ofrece en todas sus variedades, en una muestra de miles de personajes sintetizados todos en Fernando Vidal Olmos, en Alejandra, en Norma Pugliese; contradictorios, que aman y odian, desolados y frágiles en medio de una monstruosa, oscura y agobiante ciudad, Buenos Aires, apocalíptica, gobernada por seres no menos oscuros y siniestros, ciegos sectarios, habitantes de los cenagosos túneles subterráneos más asquerosos y malolientes, sobrevivientes en las tinieblas pero con poder sobre los inadvertidos e inocentes transeúntes, a quienes involucran en la causa de la más negra de las sectas: la de los Ciegos.
Luego el magistral relato del viaje al norte del general Juan Lavalle que termina con su muerte, sin dejar de lado el romance con Damasita Boedo.
Pero a medida que uno es arrastrado por la obra, la emoción inicial se transforma invariablemente una y otra vez, se alternan diferentes reacciones; y muchas veces el resultado es que uno no puede evitar levantar la vista y emitir esa sonrisa cómplice luego de recibir el cañonazo certero, consecuencia del diálogo entre Fernando Vidal Olmos (en primera persona) y la señorita Inés González Iturrat, formal educadora:
—Todo el mundo está de acuerdo que entre un hombre y una mujer hay algunas apreciables diferencias —le expliqué con calma.
—No nos referimos a eso —replicó con helada furia la educadora—. Y usted bien lo sabe.
—¿A eso? ¿Qué es eso? —Al sexo, a lo que usted bien sabe — agregó cortante.
Parecía un cuchillo filosísimo y desinfectado.
—¿Le parece poco? —pregunté.
—¡No es lo más importante! Nos estamos refiriendo a lo otro, a los valores espirituales.
—Ah, ya comprendo —comenté con mucha serenidad—. Para ustedes la diferencia entre el útero y el falo es un resabio de los Tiempos Oscuros. Va a desaparecer junto con el alumbrado a gas y el analfabetismo.
—¡Con gente como usted el mundo nunca habría ido adelante!
—¿Y de dónde deduce usted que ha ido adelante?
—Claro. Llegar a Nueva York en 20 horas no es un progreso.
—No veo la ventaja de llegar pronto a Nueva York. Cuando más se tarda, mejor.
—Es fácil ser cínico. Pero cualquier persona de buena fe sabe que el mundo conoce hoy valores morales que eran desconocidos en la antigüedad.
—Sí, comprendo. Es mejor matar bichos humanos con bombas Napalm que con arcos y flechas. La bomba de Hiroshima es más benéfica que la batalla de Poitiers. Es más progresista torturar con picana eléctrica que con ratas, a la china.
—¡Vamos! No me va a pretender que dice en serio semejante sofisma.
—Alemania en 1933 era uno de los pueblos más alfabetizados del mundo. Si la gente no supiera leer, al menos no podría sería idiotizada día a día por los diarios y revistas. Desgraciadamente, aunque fuesen analfabetos, todavía quedarían otras maravillas del progreso: la radio y la televisión.
—Ah, me va a demostrar ahora que el hombre de hoy vive peor que el romano.
—Depende. No creo, por ejemplo, que un pobre diablo que trabaja ocho horas diarias en una fundición, bajo control electrónico, sea más feliz que un pastor griego. En Estados Unidos, paraíso de la mecanización, los dos tercios de la población son neuróticos. Los apóstoles de la máquina nos dijeron que cada día daría al hombre más tiempo para el ocio. La verdad es que el hombre tiene cada día menos tiempo, cada día anda más enloquecido…
—No nos referimos a eso —replicó con helada furia la educadora—. Y usted bien lo sabe.
—¿A eso? ¿Qué es eso? —Al sexo, a lo que usted bien sabe — agregó cortante.
Parecía un cuchillo filosísimo y desinfectado.
—¿Le parece poco? —pregunté.
—¡No es lo más importante! Nos estamos refiriendo a lo otro, a los valores espirituales.
—Ah, ya comprendo —comenté con mucha serenidad—. Para ustedes la diferencia entre el útero y el falo es un resabio de los Tiempos Oscuros. Va a desaparecer junto con el alumbrado a gas y el analfabetismo.
—¡Con gente como usted el mundo nunca habría ido adelante!
—¿Y de dónde deduce usted que ha ido adelante?
—Claro. Llegar a Nueva York en 20 horas no es un progreso.
—No veo la ventaja de llegar pronto a Nueva York. Cuando más se tarda, mejor.
—Es fácil ser cínico. Pero cualquier persona de buena fe sabe que el mundo conoce hoy valores morales que eran desconocidos en la antigüedad.
—Sí, comprendo. Es mejor matar bichos humanos con bombas Napalm que con arcos y flechas. La bomba de Hiroshima es más benéfica que la batalla de Poitiers. Es más progresista torturar con picana eléctrica que con ratas, a la china.
—¡Vamos! No me va a pretender que dice en serio semejante sofisma.
—Alemania en 1933 era uno de los pueblos más alfabetizados del mundo. Si la gente no supiera leer, al menos no podría sería idiotizada día a día por los diarios y revistas. Desgraciadamente, aunque fuesen analfabetos, todavía quedarían otras maravillas del progreso: la radio y la televisión.
—Ah, me va a demostrar ahora que el hombre de hoy vive peor que el romano.
—Depende. No creo, por ejemplo, que un pobre diablo que trabaja ocho horas diarias en una fundición, bajo control electrónico, sea más feliz que un pastor griego. En Estados Unidos, paraíso de la mecanización, los dos tercios de la población son neuróticos. Los apóstoles de la máquina nos dijeron que cada día daría al hombre más tiempo para el ocio. La verdad es que el hombre tiene cada día menos tiempo, cada día anda más enloquecido…
A medida que pasan los años, ahora que la vida nos ha golpeado como es su norma, a medida que más advertimos nuestras propias debilidades e ignorancia, más se levanta ante mí el recuerdo de aquella profesora de Castellano, más admiro y añoro aquel espíritu posiblemente supremo.
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Publicado el 23 de junio de 2002 en El Cultural, suplemento del diario Formosa.
Republicado el 1 de julio de 2022 en Día Seis, suplemento del diario Formosa.
Bibliografía: El túnel; Sobre héroes y tumbas; El escritor y sus fantasmas; Apologías y rechazos; Heterodoxia; La cultura en la encrucijada nacional
Bibliografía: El túnel; Sobre héroes y tumbas; El escritor y sus fantasmas; Apologías y rechazos; Heterodoxia; La cultura en la encrucijada nacional
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