18 julio 2024

LA TÍA ANA, LA DE LOS LIBROS

Por Dany Gómez

Siempre sospeché que algunos actos de la tía Ana en su relación con nosotros, sus sobrinos, se concretaban con premeditación y alevosía, pero no tengo pruebas y la presunción de inocencia es sagrada. En nuestra cultura, discutir sobre este principio es perder el tiempo y el resultado es una conversación sin sentido. No tuvo hijos y todos los sobrinos que el Diablo puso en su vida fuimos beneficiarios silenciosos del modus operandi de la querida Ana.
 
Ana Natividad Mossi (18-07-1927 / 15-05-2003)
 
Ella gerenciaba una famosa juguetería, regalería y librería en Formosa. Ejercía una generosidad franciscana que los años me llevaron a asociarla con la vida de la mártir cristiana Santa Generosa de Ademuz, ejecutada por sicarios romanos el 17 de julio de 180, junto con cuatro cristianas y cinco cristianos por negarse a renunciar a la fe luego de que los matones del imperio los pillaron resguardando un baúl. El interrogatorio se centró en el contenido del cofre. Los santos respondieron que contenían “los libros santos y las cartas de san Pablo, un hombre justo”. Este arcón bien podría parecerse a otra caja fuerte famosa: la del pirata Billy Bones, personaje de la novela La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson.

Mucho antes de mi nacimiento la tía Ana inundaba con libros y revistas de toda clase la casa familiar. Información de amplio espectro estaban a nuestro alcance. Estas maniobras de Anita fueron el origen de la catástrofe en la que me vi envuelto por el resto de mi vida. Nunca pude pulverizar mis sospechas fogoneadas por imágenes mentales que me mostraban que el negocio de la venta de best-sellers era la pantalla para disimular la presencia de pulcros volúmenes cuyas tapas, lomos y contratapas son el disfraz que protege las páginas en las que moran oscuras historias y personajes organizando emboscadas a los lectores despreocupados, apacibles y curiosos. Son actos perpetrados por siniestros escritores cuyas notables y, en muchos casos, espectacularmente famosas vidas, son aterradores ejemplos de naufragio, impudicia, perversión, desenfreno; inescrupulosas colecciones de canalladas inclasificables, que lentamente y con una efectividad que sería envidiada hasta por el bibliopirómano y a la vez ladrón de libros Montag, habitante de la novela Fahrenheit 451, de Ray Bradbury; me puso en el inframundo de los libros.

La librería, a su vez, estaba celosamente mantenida en la retaguardia de los negocios de la tía Ana. Era el bosque Turgal, el mismo que confirmó que no todo eran maravillas en el país de Alicia. Este cúmulo de árboles y otras criaturas estaba disimulado por una regalería y una juguetería. Esta Santísima Trinidad comercial era una perfecta pantalla para meter libros en nuestra vida, en pensados operativos que luego de varios años los vi similares a la experiencia del antropólogo contrabandista Carlos Castaneda, autor de unos cuantos libros, cuyo crimen fue descubierto por su entrevistado, Juan Matus, un chamán tolteca mexicano que compartió con el arrogante escritor –ahora devenido en discípulo del brujo– un plato cuyos ingredientes eran conocimiento y religiosidad implacables, trastornando para siempre la vida del pulcro diplomado en una universidad yanqui.

 No todo lo que se recibía en la librería era de editoriales como Emecé, Grijalbo, Vergara o El Ateneo. En las cajas siempre había otras cosas debajo de los libros destinados a adornar la vidriera. Hacia los 17 años yo estaba casi convencido de que la tía Ana organizaba los operativos de apertura de las encomiendas que enviaban las editoriales en mi presencia. La duda agita la calificación de sospechosa a la tía Ana. Así fue como me llevaron por delante hechos delictivos cuyas escenas de los crímenes eran los libros escritos por gentuza como Sabato, Arlt, Sarmiento, Lovecraft, Kafka, Rimbaud, Baudelaire, Poe, Castaneda, Dostoyevski, Artaud, Gurdjieff, Burroughs, Bukowski, Kerouac, Toffler, García Márquez y unos cuantos más de los que no puedo alejarme por más que lo intente.

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